Vivimos en un tiempo y un espacio en la Historia de Occidente en que, cada vez más, se piensa que la humanidad es un signo de debilidad; cuando la mansedumbre se considera un vicio, no una virtud; cuando el bombo y platillo es más importante que la esencia; cuando el liderazgo, aun en la Iglesia, a menudo tiene que ver más bien con la política, el glamour y el show, o bien con la estructura y la jerarquía que con la madurez espiritual y la conformidad con Jesucristo; cuando se considera que el presupuesto es un indicador más importante del éxito eclesiástico que la oración; y cuando los parloteos sobre experiencias espirituales provocan un inmediato seguimiento, aun cuando esa charla se halla mezclada con una arrogancia mal escondida, que nunca ha aprendido lo que son la humildad o las lágrimas.
2 Corintios 10-13 habla con un extraño poder y pasión a esos cristianos que anhelan comprender esos males y arrepentirse de ellos.